viernes, 25 de junio de 2010

Ascuas

Hará hoy un tiempo, quizás unos meses, que no me sentía tan libre a la hora de actuar. Esa puede ser en esta ocasión, la expresión más acorde aunque no sé si la más precisa.
Definitivamente, la manera que he empleado hasta ahora para reaccionar a ciertos estímulos no ha sido ni por asomo, la más acertada. Es más, creo que ella en sí ha sido la causante de muchos de mis nudos mentales y quebraderos de cabeza.

Por costumbre, siempre seguía la misma pauta. Al comienzo,  intentaba no ilusionarme recurriendo a argumentos tales como incidentes fortuitos, casualidades o malentendidos. Negaba al mundo, y sobre todo a mí misma, las cosas buenas que ocurrían y las trataba con una forzada indiferencia. Creía que esta era la mejor manera para que de haber una decepción, fuera menor o menos pronunciada. El problema era,  que la mayoría de las veces, lo que al principio me costaba creer o afirmar, de repente era rápidamente asumido. Y una vez asumes algo, poco tardas en embalarte.

Supongo que siempre he tenido la mala afición del reto. La de decir las cosas de manera agresiva cuando pretendía que la otra persona me afirmase o me negase cualquier cosa. Siempre me iba al lado de las dificultades, las asumía aunque no fueran inminentes para estar precabida, y una vez expuesto el reto, si las cosas se tornaban difíciles, ahí estábamos nosotros con el escudo en mano. Si en cambio seguían otro camino, aprenderíamos a actuar y nos alegraríamos de habernos equivocado. A veces puede resultar muy útil este hábito, otras, solo supone un molestia añadida.

Mi problema realmente, creo que ha sido el aferrarme demasiado a las ilusiones. Siempre soñando, divagando, imaginando, creando y distrayéndome. ¿Cómo tras vislumbrar una fulgente ilusión, no saltar y atraparla con ambas manos? Y guardármela en el pecho hasta que se fundiese conmigo. Cuando ves una de esas pequeñas lucecitas, es imposible ignorarlas y no querer correr tras ellas para tenerlas siempre contigo.

¿Y sabes qué es lo que me ha pasado siempre?



Que mis ilusiones han sido como esas pequeñas ascuas que saltan del fuego. Esas masas incandescentes, abrasadoras, que brillan y me llenan de calor. Que caen sobre mí, de repente, sin ningún tipo de aviso iluminándolo todo a su paso. Y yo, aunque al principio podía tener miedo de quemarme o deslumbrarme. Miedo de que no fuese real o de que lo fuese demasiado. Acababa por querer coger las ascuas con las manos y sentir su calor. Quizás, tenía miedo de que se pudiesen apagar, y quería tenerlas cuanto antes entre mis dedos. Al final, cuando me decidía a cogerlas, las ascuas ardían sobre las palmas de mis manos, pero minuto a minuto se volvían más y más blancas. El calor se empezaba a ahogar entre mis manos forradas de piel humana y dejaban de arder con la anterior intensidad. Se consumían. Se convertían en cenizas y poco después, lo que habían sido incandescentes ilusiones, se tornaban a un polvo fino y ceniciento.



Así transcurría la historia de mis más ardientes ilusiones, todas reducidas al polvo por tocar mis manos. Por aferrarme demasiado a ellas hasta el punto de acabar por ahogar su calor.



He descubierto que hay cosas a las que no puedes aferrarte desde un comienzo porque realmente es difícil tener una idea acertada de como son las cosas o como podrán ir. Que a veces, vale más disfrutar del calor de la hoguera, que albergar su esencia entre tus manos.



Que las ilusiones, deberían ser como las estrellas y no como las ascuas. Deberíamos poder disfrutar siempre de su luz sin tener la oportunidad de apagarlas. Que siempre estuvieran a buen resguardo en un lugar donde pudiésemos observarlas sin hacerles ningún perjuicio. Y las sintiéramos nuestras. Sintiendo su luz cada una de las noches. Sabiendo vivir cuando toque bajo techo sin poder presenciarlas pero siendo siempre consciente de que están ahí fuera, en alguna parte mostrando su luz.



Así es como debo atrapar yo a las ilusiones. A distancia, con tiempo, con calma. Dejándolas arder eternamente hasta que un día cualquiera una de ellas llegue hasta mí fugazmente. Y entonces entender que las luces que veía y el calor que sentía, realmente tenían forma. Si no la que yo esperaba, otra totalmente válida.



Las ilusiones hay que guardarlas en frasquitos de cristal. Y seguir con tu día a día para que cuando no sepas qué haces ni porqué lo haces, puedas recurrir a ellas. Y volver a empezar. Otra vez, una vez más. Las que hagan falta.

miércoles, 16 de junio de 2010

Calm


Era de madrugada, quizás las agujas bailaban sobre las cinco y media, aunque de eso no tengo certeza. De lo que sí tengo una clara imagen, es de haber pasado un tiempo eterno sentada sobre la cama. Apoyada contra el cabezal , con las piernas flexionadas y mis brazos rodeándolas, dirigiendo la mirada al frente, hacia la puerta del balcón, aunque en realidad, mis ojos no miraban a ninguna parte. Estaban en blanco.


Oía el sonido que causaba el roce de los neumáticos con el asfalto, el ruido de aquellos que empezaban el día antes que el resto, dirigiéndose a cualquier lugar distinto de donde yo me encontraba. Cómo se oía el motor cada vez más cerca, como de repente; desaparecía. El murmullo de la cortina, balanceándose con la brisa fría que llegaba hasta la esquina de mi cama, que reptaba sobre la manta, y llegaba a mis pies, encogidos sin razón.


¿Y en qué pensaba?


No pensaba. Cualquier atisbo no sería más que una sensación ligada a cómo transcurría el tiempo agarrándose a ese silencio, con fuerza, con vigor... con agonía para no convertirlo en cristales rotos.


El aire fresco seguía entrando por la puerta del balcón, con más intensidad cada vez. Cerré los ojos, inspiré. Inspiré la noche hasta que el frío entró en mis pulmones y mis parpados volvieron a alzarse, lentamente. Se hacía de día.


Dejé caer otro suspiro de mis labios, y miré al espejo desde dónde estaba. Un espejo casi tan alto como yo erguida, apoyado por sus pequeñas patas en el suelo, largo, con su marco negro de madera bordeando su magia. Miré al espejo, y vi mi reflejo. Mi cara parecía suave, por el aire frío que había cerrado todos mis poros. Los pómulos se pronunciaban por el sello de mi boca, los labios presionados. Los ojos, enmarcados en una mirada distante y despreocupada. Mis cabellos se mecían con el viento mientras me inclinaba a mirar a la chica que me miraba sin mirarme, desde el espejo. No fui capaz de sostenerle la mirada por mucho tiempo más, así que la devié al frente, ya era de día.


Me froté las rodillas y los brazos, buscando provocarme calor, cerré los ojos fuerte y volví a inspirar. Estiré las piernas y me erguí, abriendo la cortina con una caricia y saliendo a la fría mañana, a saludar al Sol.


Quizás el resto, será otra historia. Una para escribir con otra pluma, próximamente.


PD: La imagen es mía, privilegios de la azotea.

viernes, 4 de junio de 2010

Change

¿Te has dejado ir?

Se podría decir que me he lanzado directamente contra el espejo...