viernes, 29 de enero de 2010

Si ya no está...

Mis días no tenían nada de peculiares. Casi todo el día solo hasta que ella volvía.
Hasta que volvía a casa. Solía volver a casa siempre sobre las nueve menos cuarto. Al llegar se oía el leve tintineo de las llaves, el pomo girando, y un suspiro que llenaba todo el salón. Abría aquél pequeño mueble que teníamos para colgar las llaves y que ella había pintado de amapolas y colgaba sus llaves, un ente compuesto por un 75% de llaveros y un 25% de llaves.

Después cansada se dirijía hacia la nevera a por una bebida, pero siempre que estuviera bien fría. Eso la complacía. Tan sólo a escasos metros (como en muchos pisos pequeños) se desplomaba sobre el sofá y se quitaba los zapatos. Encendía la tele y como todo le parecía aburrido, la dejaba encendida y se metía en el baño.

Ella sabía que yo me encontraba en la habitación de al lado pero me encantaba disfrutar de su ritual todas las noches. Mientras ella estaba en el baño, yo iba a la cocina, hacía algo de cena, no más que un par de sandwiches, una tortilla o arroz cuando intentaba impresionarla, pero siempre algo que estuviera acorde a mis dotes culinarias y mi poca imaginación ante los fogones.

Entonces yo me sentaba el sofá, me rascaba la barbilla y miraba la tele anonadado, sumido en mis pensamientos y en las ganas que tenía de que saliese del baño, llenando nuestro piso de vapor y me dedicase una de sus reconfortantes sonrisas.

De repente se oía como abría la puerta del baño y la esuchaba tarareando mientras salía con una toalla cubriéndole el pelo y uno de sus tan conocidos pijamas. Siempre me resultaban diferentes, o llevaba camisetas anchas con pantalones cortos y ajustados, o le daba más por las camisetas ajustadas y los pantalones anchos. No recuerdo por qué, siempre le atrajo la asimetría. Mientras venía al salón cargando con una de sus enormes sonrisas perfumaba toda la casa al completo. Cada rincón se impregnaba de su olor y era como si todo cobrase sentido para mi.

Llegaba me sonreía y volvía al baño, volvía sin la toalla, con el pelo húmedo si quieres llamarlo así, pero para mí estaba más que mojado. Su pelo despeinado, mojado y lleno de ondulaciones no hacía más que enmarcar su piel brillante y su frescura. Se sentaba a mi lado sin mirarme, como si no se hubiera dado cuenta de que estaba allí. Mechones de su pelo largo rozaban mis hombros y me mojaban. Podía sentir el roce de su piel, y no hacía más que aturdirme con aquel maravilloso olor a jabón.

A pesar de su estado húmedo, toda ella era siempre calidez. Ella y su imagen húmeda, cálida y su siempre agradecida sonrisa... eran todo lo bueno de mis días.

Cenabamos, nos mirábamos y pasabamos la noche acostados en el salón, con su cabeza en mi pecho y sus ojos robándome la vida cada vez que me miraba. Con ella no existían los inviernos.

Ahora, echo de menos que se lance al sofá. Echo de menos que me inunde su olor al entrar en casa. Que se acercara a mi con sigilo y me empapase con su húmeda melena. Acariciarla era una de las cosas que mejor sabía hacer. Sentir como su pelo y sus labios me erizaban la piel.


Como sus profundos ojos, me llenaban todo un día vacío.



Tan diferentes las perspectivas.

lunes, 18 de enero de 2010

Con la luna en mis palabras y tus ojos en las estrellas


Hoy es una de esas noches agradables. Una de esas noches en las que no hace frío ni calor, y es un placer estar fuera de casa bajo las estrellas.

Escribo desde el balcón. En una cálida manta sobre el frío suelo, en una de esas noches calmadas y calmantes en las que sólo me queda pensamiento para ti.

Tengo los pies descalzos y fríos, y las manos calientes bajo este abrigo.

Permanezco en silencio, no me gustaría romper la magia, y así mis oídos se llenan con los sonidos de la noche. El sonido de los coches pasar; el de los grillos; el sonido de las teclas al escribir y el de mi propia respiración pausada. También se escuchan murmullos a lo lejos, alguien que saldría un momento de casa, o por el contrario alguien que vuelve. Quizás es más de una persona. Los ladridos de los perros. Sus quejidos nocturnos capaces de llenar la noche de misticismo. E incluso el leve murmurar de mis propios latidos.


Prometí no volver a caer, no caer de nuevo en el saco de los corazones heridos. Y se me ha vuelto a escapar. Este maldito musculo traidor se ha vuelto a ir de mi para dejarme un hueco en el pecho, de esos huecos espantosos que se te notan si llevas una camiseta ajustada.


Me siento inmóvil e impotente bajo este imenso cielo lleno de estrellas. Me acuesto en el suelo boca arriba y se me llenan los ojos de negro azulado. ¿Y lo peor? Que no se me ocurre nada mejor para este instante que tenerte a mi lado. Nadie mejor que tu para apreciar cada diminuto detalle.


Ya no sé que decir o qué hacer. Cómo hacerte entender que tu manera de ser me ha cambiado el mundo y ha lavado mis pupilas de toda la tierra que le habia caido encima. Que nunca he visto con tanta claridad que es lo que quiero. Que no puedo borrarte de cada minuto que pasa.

Y que sería capaz de cualquier cosa por custodiar tu felicidad.

Que no tiene sentido pasarme horas diciendote lo importante que eres ni cuales son mis sentimientos, porque sé que nunca acabaría. Y es tal la intensidad que ni me doy cuenta de lo que escribo y una vez leido me asusta.


No se a dónde llevarán a parar las cosas.




Pero lo único cierto en este laberinto de preguntas y respuestas, lo susurra mi pecho a todas horas.

Tan sólo y hay que acercarse un poco, y dejarle hablar.